martes, 13 de diciembre de 2016

La letra con sangre entra.




Todos tenemos un costado negro. No soy la excepción.
Cuando sos abogado, una de las cosas más divertidas que tiene la profesión, es la variedad de situaciones, historias y vidas que te topas todos los días. No importa que te especialices en una rama puntual, siempre vas a tener a alguien que en un cumpleaños te consulte sobre el divorcio del vecino.
A mí, sin saber cómo, me llegó un momento en que empecé a defender compañías de seguros en accidentes de trabajo.
Al comienzo, me inmiscuía en cada historia. Conocía qué les había pasado, cuánto habían padecido por el accidente y todas las historias personales que se te puedan ocurrir. Con el tiempo, aprendés que no todos son tan dolientes, los accidentes no son tan verdaderos y terminan pagando justos por pecadores.
Con la crueldad que trae romper algún encanto, te volvés ácida e insensible. Eso no siempre es buen consejero y terminás dándote de cabeza contra un espejo porque mediste con la misma vara a quien no debías.-
En una ocasión, una de esas veces en que no me importaba en lo más mínimo qué era lo que le había pasado al pobre tipo que se había accidentado, llegué a la audiencia y le dí la mano para saludarlo. Me quedé dura cuando advertí que cambió de mano porque con la derecha no podía saludar. Le faltaban tres dedos de su mano y no podía estrechar la mía. 
Realmente me sentí muy mal. Pedí disculpas por mi descuido, le estreché su otra mano, le pregunté cómo se sentía y me esforcé de verdad en mejorar la oferta para conciliarlo. Hice como diez llamados a mi cliente durante la audiencia hasta que conseguí una cifra decente para pagarle. Eso me valió una reunión posterior en la que casi me acusaron de hacer beneficencia con el bolsillo ajeno.
No sé si me importó tanto, lo que de verdad sentí es difícil de describir.
Pero los abogados somos de sentimientos volátiles, almas impuras y sensibilidades escasas. El tiempo todo lo borra y lo ennegrece.
A partir de ese día, escapándole a mis propias reprimendas, para evitar las "Filípicas" que se les daban antiguamente a los Reyes, nunca más le dí la mano a un contrario. No por eso soy mal educada. Sin importar si están bañados, peinados o nada, les doy un beso. 
Ayer llegué  a una audiencia y como desde aquel día, le dí un beso al trabajador contrario. Lo miré dos segundos y ví que le faltaban dos dedos de la mano izquierda. Me felicité a mí misma.-
Mi autolección fue efectiva!!!!  No más manos estrechadas.
Con una vez me bastó. Yo les dije. Todos tenemos un costado negro.

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